Apuntes sobre la prisión
preventiva
Si bien mucho se ha discutido en torno a la prisión preventiva, el objeto del presente no es reproducir el debate que viene dándose desde hace años en torno a este instituto sino, por el contrario, centrar el análisis en los fundamentos filosóficos que pretenden avalar el encarcelamiento preventivo en aras al desarrollo del proceso penal. En tal sentido, todos los operadores jurídicos sabemos que a través de este instituto cautelar se utiliza a la persona como medio y no como fin en sí misma.
Es también sabido que el derecho penal debe ser derecho constitucional reglamentado de modo que la teoría procesal debe construirse con miras a la materialización de normas de rango superior y no sólo a partir de la legislación infra-constitucional. Las características que debe tener un juicio previo a la imposición de una pena (Art. 18 CN) se exponen en la regulación legal del proceso; así las cosas, en un estado constitucional de derecho, como pretende ser el nuestro, el único título que creo válido para encarcelar a una persona es la existencia de una condena firme que declare su culpabilidad con relación al hecho que se le imputa. Ahora bien, debo reconocer que me encuentro en una vereda sumamente minoritaria.
Es que resulta innegable que la prisión preventiva es un encarcelamiento sin juicio previo -ya que el sujeto muchas veces es detenido al inicio de la investigación, quizás en el mismo allanamiento a su domicilio- y sólo por ese motivo, debería ser considerada inconstitucional. Sin embargo, se ha admitido mayoritariamente que todos los derechos y garantías reconocen limitaciones que deben corresponderse con la Constitución y Tratados Internacionales.
Se ha argumentado, con cierto consenso, que la prisión cautelar se encuentra avalada por el art. 18 de nuestra CN en cuanto prescribe la existencia de orden escrita de autoridad competente para el arresto de una persona. En el mismo sentido, el Juez de Garantías Nicolás Schiavo, si bien habiendo pasado revista a la postura que se planteó al comienzo, se basa en el pronunciamiento de nuestro Máximo Tribunal ‘TODRES’ para sostener la constitucionalidad de la prisión cautelar: “Si es dable reconocer raigambre constitucional al instituto de la excarcelación durante el proceso, no es menos cierto que también reviste ese origen su necesario presupuesto, o sea el instituto de la prisión preventiva, desde que el art. 18 de la carta fundamental autoriza el arresto en virtud de orden escrita de autoridad competente. El respeto debido a la libertad individual no puede excluir el legítimo derecho de la sociedad a adoptar todas las medidas de precaución que sean necesarias para asegurar el éxito de la investigación, sino también para garantizar, en casos graves, que no se siga delinquiendo y que no se frustre la ejecución de la eventual condena por la incomparecencia del reo. Se trata, en definitiva, de conciliar el derecho del individuo a no sufrir persecución injusta con el interés general de no facilitar la impunidad del delincuente. La idea de justicia impone que el derecho de la sociedad a defenderse contra el delito sea conjugado con el del individuo sometido a proceso, en forma que ninguno sea sacrificado en aras del otro” (Fallos 280:297, 1971)
Contrariamente a esta tesitura, es posible sostener que el artículo 18 de nuestra Constitución en ningún momento hace referencia al encarcelamiento preventivo ni a la privación de libertad carcelaria, sino a un simple arresto que no puede –por su carácter- prolongarse más allá de unas horas. Así, y si bien con el correr del tiempo se han dado avances jurisprudenciales en torno a los límites bajo los cuales podría aplicarse la prisión preventiva, no debe dejarse de lado que estos fundamentos que pretenden “legalizar” la medida resultan cuanto menos cuestionables.
Tiene dicho la jurisprudencia al respecto que durante el proceso penal sólo puede encarcelarse a una persona si existe peligro de que entorpezca la investigación o bien de que se dé a la fuga. En este sentido, el leading case ‘DÍAZ BESSONE’, Plenario 13 de la Cámara Nacional de Casación Penal, resultó un pronunciamiento fundamental para el tópico aquí tratado en cuanto fijó una sana doctrina jurisprudencial en relación a que los citados peligros procesales no podrán presumirse por el sólo monto de la escala penal que conmina el delito imputado sino que deberán estar avalados por elementos de convicción que permitan concluir en la existencia de peligro de fuga o entorpecimiento, es decir, son pasibles de prueba en contrario.
Ahora bien, sin perjuicio de todo ello, quisiera efectuar algunas consideraciones.
En
relación al postulado que prevé el peligro de entorpecer la actividad
probatoria, debemos admitir que, no sólo la infraestructura sino también los
medios que tiene el Estado a través de sus órganos policiales, fiscales y
judiciales para investigar un hecho son claramente desiguales respecto de las
posibilidades que tiene un imputado para defenderse. Resulta notable la disparidad
de fuerzas entre el poder persecutorio estatal y el supuesto poder “destructor”
o “entorpecedor” de la investigación que puede llegar a tener el acusado. En el mismo sentido, tampoco se ha demostrado
como verosímil que el encarcelamiento preventivo evite la frustración de la
investigación, pues el encarcelado puede actuar por intermedio de otra persona.
Así, pareciera cuanto menos inverosímil que un imputado en libertad impida la obtención de prueba que el Estado pueda producir; y aunque esto fuera factible, resulta perverso hacer cargar al imputado con las deficiencias estatales en la recolección probatoria; en todo caso, está a cargo del órgano de investigación obtener las pruebas antes de que el acusado se “deshaga” de ellas o las “altere” si es que pudiese hacerlo.
En cuanto al segundo argumento, se postula que es posible aplicar el encarcelamiento preventivo a un acusado para evitar que éste se fugue -y no pueda aplicársele una pena o bien no ejerza correctamente su derecho a defenderse durante el proceso-. Así, este presupuesto parte de considerar que, tras el juicio oral, el acusado será declarado culpable y por eso eludirá a la justicia, siendo claramente violatorio del principio de inocencia. Pero por otro lado, se conjetura que el acusado sólo puede defenderse si se encuentra presente en el proceso, de modo que se comete el contrasentido de encarcelarlo para que ejerza su derecho de defensa.
Más allá de dichas cuestiones, fundamental resulta reconocer que entre la aplicación de una pena condenatoria y la prisión preventiva existen nulas diferencias. En este sentido, el Dr. Gustavo Vitale ha dicho que: “la prisión sin condena es, en los hechos, exactamente lo mismo que una pena carcelaria… pues se cumple en una institución carcelaria y produce los mismos sufrimientos y pérdidas de derechos que el encierro carcelario de un penado con sentencia firme...” (‘Un proceso sin prisión’ en La Cultura Penal, Editores del Puerto, pág. 617)
Los argumentos que se utilizan para validar la prisión preventiva no sólo no toman en cuenta que el encarcelamiento de quien luego resulta absuelto produce consecuencias terriblemente irreparables; sino que además, y aún en contra de nuestra Constitución, las personas acusadas de un delito resultan utilizadas como un medio para lograr un fin estatal. Así, como el estado debe realizar un juicio previo para habilitar el uso de la pena carcelaria, pretende custodiar el procedimiento penal mediante la adopción de las mismas medidas que luego aplicaría en caso de recaer condena, lo cual las torna carentes de legalidad y absolutamente contrarias al orden constitucional que debería regir en un estado de derecho.
De todos modos, pareciera que un camino plausible a transitar quizás en pos de en algún momento poder vislumbrar un proceso penal distinto al que hoy transcurrimos, podría ser el de aceptar la necesidad de custodia de determinados imputados –por supuesto, no de la mayoría- pero cambiando la modalidad de la misma. En ese sentido, los modernos códigos de procedimiento establecen alternativas a la prisión preventiva como pulseras magnéticas, y otros mecanismos que permiten monitorear a los procesados hasta el acaecimiento de la sentencia definitiva. Por su parte, el régimen penal juvenil bonaerense establece una serie de alternativas a la prisión cautelar, dejando a ésta como ultima ratio. Es que el indetenible avance tecnológico puede, y a mi juicio debe, ser utilizado para comenzar a resolver un tema tan sensible como es el encarcelamiento de presuntos inocentes, siendo insostenible abordar dicha cuestión como hace un siglo atrás.-
Dra. Lucía L. Marini
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